jueves, 28 de noviembre de 2013

Maldita dulzura.

Nunca le había gustado las tardes de lluvia, hasta que un día se acercó a la ventana y el frío invernal y las gotas de agua llegaron hasta su pequeña nariz. A partir de ese momento, comenzó a gustarle sentarse frente al gran ventanal de su habitación para ver como las gotas rompían en el suelo. Pensaba que cada gota representaba un deseo que se hacía realidad y no dudo en pedir para ella también. Repetía esta tradición cada sábado que la lluvia caía, incluso cuando lo conoció a él. Ambos estaban enamorados el uno del otro, a él le gustaban lo hoyelos que se le formaban en las mejillas que le hacían abrazarla contra su pecho desnudo, comprendiendo que la felicidad era exactamente eso y a ella le gustaban las pequeñas arrugas que se le formaban en los ojos cada vez que se reía con sus caricias y sus besos barbudos, que aunque picasen no quería que otros labios, que no fuesen los de él, la volviesen a rozar. Pero lo que realmente le gustaba al uno del otro era la cara que ponían al ver la lluvia y se sorprendían como con tan poco se podía tener todo.

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