viernes, 29 de noviembre de 2013

El verano tiene que morir.

Le gustaba escuchar canciones de amor porque le recordaban que enamorarse era de gente normal, pero ella necesitaba una razón que la mantuviese despierta por las noches y no se refería al café. Quería salir al jardin a reír y, también, discutir al amanacer para poder solucionarlo en el aciento de atrás. Estaba acostumbrada que lo poco que le daban, al tiempo, se lo quitasen. Se cansaba de darlo todo y no recibir nada, de madrugar para preparar el desayuno, de sonreír, a pesar de tener mal día, de cantarle canciones de amor o recitarle a Benedetti o a Cortázar a la luz de las velas, de guardar el último cigarrillo de la cajetilla porque sabía que era su preferido, de darle besos hasta que sus labios le obligasen a parar. No quería volver a enamorarse porque sabía que algún día alguno de los dos se marcharía y dejaría al otro atrás, no podía esperar toda la vida, era un pensamiento demasiado egoista pero creía que la vida fuese para sufrir, ya no miraba a la gente a la cara por si alguna cara le cambiaba salvajemente la vida. Así que dejó de creer en el amor del camino al curro y comenzó a fijarse más en la puesta de sol, a la cual consideraba un gran invento. 

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